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Había una vez  una niña que caminaba por el bosque angustiada de la vida. Todo el tiempo meditaba, y mientras caminaba veía salir el sol y la luna.

Un día, después de tantos; se encontró con un árbol grande, grande y ancho como una montaña. Ella logró acercarse a este titánico de la naturaleza con mucha dificultad, los pasos le pesaban cual si llevara plomos en sus pequeños zapatos de charol. El terror le invadió el cuerpo al tener tan de cerca al imponente árbol.

De pronto, sin remedio alguno, escuchó como crujió el árbol. El sonido fue tan ensordecedor como si rayos hubieran tronado a metros de la pequeña. Sin remedio una gran puerta que se encontraba en la corteza se abrió.

La niña pasmada cayó sentada en el abundante pasto verde y muy callada vio como muchos animalitos salían de aquel inmenso árbol. Búhos, pequeños monos, ardillas y hasta mariposas salieron para recibirla. Rodeada se encontraba la infanta y mareada también.

Fue cuando el gran árbol habló: “Oh, pequeña; temerme no debes. Pues de mi nacen las flores y los frutos. Témele a aquellos a quienes llamas semejantes, pues en ellos estarás depositando tu futuro y tu pensar”.

La muchacha asombrada respondió: “Pues mis semejantes abandonada me dejaron, por qué he yo de confiar en ellos”. El gran árbol sonriente contestó: “No deberías joven damisela, deja que mis ramas te acojan y que mis acompañantes te guíen. Pues a partir de ahora serás parte mi propia Gaia”.