Fue una tarde tranquila y refrescante, Eduardo Faya tuvo la visita de su familia al Hospital Mogrobejo. Su hermano, su segunda esposa, Celia, y 4 hijos suyos lo visitaron. Todos ellos y los que no llegaron a asistir le brindaban todo el apoyo que tenían para que él pudiese salir de la hemiplejia que le dió a sus 54 años.

Comenzó como una tarde cualquiera, Eduardo se disponía a abrir el restaurant que tenía, cuando de pronto le dijo a Celia que sentía un malestar y se recostó en dos sillas. Al cabo de unos minutos la esposa llamó a Dina Faya, la primogénita de Eduardo, y le explicó que su padre no se encontraba bien. Dina llegó al restaurant junto a un primo suyo, Heber, y sin pensarlo dos veces lo llevaron con cuidado al hospital más cercano, pues no les pareció normal que alguien se echara tanta agua a la cabeza por sentir que le quemaba mucho.

Al salir del restaurant los vecinos más allegados al señor Eduardo se le acercaban asombrados por su estado y a la vez preocupados, ya que la mayoría de los vecinos le tenían mucha estima. Estos solo le preguntaban, Señor Faya ¿qué ha pasado? ¿se encuentra bien? y él sólo respondía: “ si si, estoy bien” moviendo los labios con mucho esfuerzo, pero demostrando fortaleza y alegría.

Los doctores reportaron el estado del señor, tenía una parálisis de medio cuerpo, lo que se denomina como hemiplejia. La familia entonces decidió trasladarlo al Hospital Mogrobejo, pues es de esos hospitales especialistas en neurología. La presión alta de la que siempre sufría Eduardo desde hace años atrás era lo que lo llevó a estar en ese estado, sin embargo el sabía que no quería echarse atrás por ese problema, solo le preocupaba el si podía.

Pasó un mes internado en aquel hospital y su hija Dina siempre lo visitaba dos veces a la semana. Le traía siempre una fruta o algo que le gustaba a él y lo sacaba a dar un respiro a los jardines que tenía el hospital, a ella le gustaba llevarlo siempre a los jardines en la silla de ruedas, claro que siempre los acompañaba un enfermero por su cuidado y como parte de la política de la institución médica.

Dina estudiaba enfermería, pero siempre buscaba el tiempo para poder visitar a su padre y para poder contarle lo que pasaba en el día. Así fue como pasó el mes, entre visitas, cuidados, rezos y al fin Eduardo regresó a su casa, aún requería de tratamientos y terapias que le exigían para poder llevar una vida normal. Asistió al hospital muchas veces por poco más de un año y así mejoró significativamente su salud.

Lo años continuaron su ritmo, y ante todo pronóstico no llegaron recaídas para el hombre y no volvió a sufrir por su presión alta. Aunque su salud mejoró mucho a lo que se encontraba, tuvo siempre cuidado con sus quehaceres. Sin embargo su salud mental empezó a tener ciertas desviaciones, reposaba más tiempo en su cama, dejó de hacer sus labores rutinarias y a veces no reconocía a los que le rodeaban.

Dina sentía un gran pesar y un día como cualquier otro, cuando ella lo visitaba; él la reconoció de pies a cabeza. La miró como cuando recuerdas a tu hijo desde la primera que respiró y lloró por el dolor que le causaban los pulmones al estirarse. La recordó cuando la llevaba a la escuela y cuando se disculpaba por ser brusco algunas veces, y la recordó con esos ojos brillosos y felices que botan ese pequeño líquido cristalino en el que te puedes reflejar.

Eduardo dijo: “Te veo mi pequeña”, y ella lo abrazó con mucha fuerza como si no quisiera que se le escape el alma del cuerpo de su padre. Finalmente ella lo dejó cuando él entró en sueños.

A los 67 años de edad, Eduardo falleció; lo encontraron en su cama una mañana, él se encontraba en un sueño tranquilo, un sueño del cual ya no quiso despertar.