Esta es una historia que narra la tragedia de un sacerdote en los tiempos de las conquistas. En donde las armas y los asesinatos en nombre de un dios, se cometían como pan de cada día. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, ya que la veracidad del relato nunca ha sido verificada. Pues no se hable más, he aquí el lamento de un alma desdichada que simple y llanamente quiere ser escuchada.

Amado Talos:

Quisiera empezar esta declaración narrándote mi relato con dos palabras: orgullo y dignidad. Y es que orgulloso estoy de mis actos, pero ante tu mirada, sé que mi dignidad ha desaparecido y se encuentra perdida en algún lado de mi ser, en un pequeño y oscuro recodo en donde no podré sacarlo jamás. Mi remordimiento es mi consuelo, es la única forma de saber que aún respiro y no he perdido los estribos de mi humanidad y de mis principios.

Es verdad que he sido un sacerdote y que he jurado devoción a los antiguos. Es verdad que debo obedecer tus mandatos, pero eso no establece que me encuentre obligado a servir a mis iguales, los hombres.  A pesar de que en tu nombre se dirigen, asesinan o realizan sus actos de “purificación y conversión”.

Ellos no son dignos de tu bendición y protección. Pero no he venido a confesar los pecados de mis semejantes. Redacto estas oraciones para estar en paz conmigo y contigo. Con la orden a la que he jurado lealtad. A la que he fallado, pero que a pesar de ello no estoy del todo arrepentido. Espero que disculpes mi insolencia, espero que mis actos hayan sucedido porque así lo has querido.

Sé que escuchas mis palabras, porque siempre lo has hecho y me lo has demostrado. Así que tomaré de pretexto y aprovecharé esa verdad para contarte con detalle la desventura más grande por la cual ha pasado mi corta vida, desde mi última confesión.

Mi relato empieza con la bendición que me concediste en Solstheim. El regalo de una amistad incondicional, el de Vigilancia. Mi mascota, mi amigo, mi can. Muchos años transitaron; y siempre a donde yo iba él me seguía, como tú, estando siempre a mi flanco y cuidándome de todo peligro. Recuerdo bien los días en los que mi labor como sacerdote me mantenía en la capilla por largas horas, sin embargo Lican estuvo siempre esperando ahí, en el mismo escalón que daba a la calle.

Creía, y aún lo hago, que realmente lo mandaste para mantenerme seguro y que cumpliera mi sagrado labor. Fue así que cuando la corona me mandó a llamar para llevar tu palabra a otros lugares descubiertos por el hombre, a Millturn para ser más exactos; me decidí en llevarlo conmigo. La corona me ofreció navegar con mis pupilos, que además eran mis  propios hombres de escudo. Yo acepté la propuesta con el único requisito de poder llevar a Lican. Él estaría a mi lado porque así lo decidiste y asimismo, porque nunca lo dejaría solo.

Así es como el rey nos mandó con muchas más embarcaciones a aquel lugar lejano para que pueda cumplir con la obligación que se me había impuesto. La idea de dejar mi lugar de origen y mis comodidades no me incomodó del todo. Lo que realmente me intrigó fue una ligera sospecha sobre las intenciones de los hombres a quienes yo servía.

En la travesía hacía Millturn, Lican cayó enfermo por una gripe. Yo lo cuidé e imploré para que se mantuviera a salvo, sin embargo mis esperanzas de verlo con vida disminuían con el pasar de los días. Al cabo de 1 semana más escuché el grito: ¡Tierra a la vista capitán! el sol caía  y manchaba de rojo el cielo, lo único que deseaba, al llegar a esa tierra de nativos de los que me sorprendí, era buscar agua para mi can. En aquel momento del desembarco, uno de los naturales se acercó hacia mi con un gesto de preocupación, intentando coger a mi mascota. Yo del recelo que tenía negué la cercanía de cualquier fulano.

Entonces sin previo aviso, una mujer con un neonato en brazos se acercó lentamente a Vigilancia, mirando a este en todo momento. Le acarició la cabeza y continuó observándolo con mucha atención. De un momento a otro, ella buscó algo en el bolso que traía colgando, extrajo una recipiente parecido a una botella hecha de barro. Por alguna extraña motivación la mujer me transfirió su calma y paz, entonces me solicitó permiso con sus gestos corporales para darle el brebaje a mi canino amigo. Yo cedí y respondiendo con el mismo lenguaje le entregué a mi can, al quien ella con mi ayuda recostó en la cálida tierra …

Travesía